Monseñor Romero y la Virgen del Carmen
P. Fernando Millán Romeral, O.Carm.
Romero
El Prior General
El pasado día 23 de mayo, tuvo lugar en San Salvador la beatificación de Monseñor Romero, un hecho que nos ha llenado a todos de alegría y que supone, sin duda, algo muy significativo para la Iglesia en El Salvador, en América Latina y en el mundo entero. Para nosotros, Carmelitas, supone,
además, una satisfacción especial, en tanto que Monseñor Romero tuvo una gran devoción por la Virgen del Carmen y llevó hasta su muerte el santo escapulario. No deja de ser significativo que -tras ser disparado por un francotirador mientras celebraba la eucaristía en “el hospitalito”- Romero cayese casi a los pies de la imagen de la Virgen del Carmen. El Arzobispo de San Salvador había vivido con gran sencillez en aquel hospital que atendían las Carmelitas Misioneras de Santa Teresa (una congregación hacia la que yo siento un especial afecto por diversas razones que no vienen ahora al caso) y allí terminaría su peregrinación en esta tierra.
Quizás el mejor ejemplo de la devoción mariana de Monseñor Romero lo constituyen sus homilías y entre ellas hay que destacar las tres en las que -en mayor o menor medida- se refirió a la Virgen del Carmen y al escapulario. Es bien sabido que, en su afán de llegar al mayor número de gente (y especialmente a la gente más sencilla), sus homilías eran retransmitidas por la radio diocesana YSAX. Las tres a las que me refiero corresponden a la fiesta del Carmen (el mismo día o la víspera) de los años 1977, 1978 y 1979.
En la primera de ellas (una verdadera joya), el Arzobispo señala cómo la iglesia salvadoreña estaba viviendo un momento dramático de persecución y represión y -como hiciera Simón Stock en el siglo XIII- él también se dirige a María bajo la advocación tan popular del Carmelo. Romero no oculta su tierna devoción por María: “Y en esta hora, en que la Iglesia salvadoreña se renueva, precisamente por la persecución, qué dulce es encontrarse con las miradas de la Virgen, miradas aprobatorias, miradas de consuelo, miradas de ánimo”.
Posteriormente, Romero insiste en que la promesa de la Virgen a San Simón sigue teniendo validez, pero debe ser reinterpretada en un doble sentido. En primer lugar, la promesa que ofrece la Virgen no se refiere solamente a una salvación para después de la muerte, sino que es algo que apunta ya al presente, a la historia, a las realidades terrenas: “el santo escapulario es un mensaje de la eternidad, un mensaje de lo escatológico, del más allá; también es un mensaje del más acá”. Ciertamente -y Romero lo avisa en diversas ocasiones-, esa salvación terrena nunca podrá ser plena. La Iglesia quiere mejorar el mundo, pero es bien consciente de que la perfección nunca se dará en esta tierra y que trasciende las realidades humanas. Pero también es verdad que una salvación individualista (“salvar mi alma”), espiritualista, limitada al “más allá” no se corresponde con el mensaje cristiano. Hay que empezar a trabajar por esa salvación ya aquí: lo que antiguamente se explicaba diciendo que había que llevar el escapulario con todo lo que supone (una vida de virtud, de piedad sacramental, de deberes temporales, etc.). En segundo lugar, la salvación se entiende hoy (Romero habla en el posconcilio) como salvación integral de toda la persona (alma, cuerpo, corazón, inteligencia, voluntad…). Más aún, Romero subraya incluso la dimensión social de la salvación.
Terminaba esta homilía pidiendo que todos los “carmelitas”, es decir, los que lleven o reciban el escapulario, sean seguidores fieles del evangelio y también que la Virgen del Carmen transforme los corazones de todos aquellos que obstaculizan la construcción de una sociedad más justa y fraterna, a los que Romero no considera enemigos y a los que invita a trabajar juntos por mejorar la sociedad.
En la homilía de 1978, Monseñor Romero hace un análisis muy crítico de la situación que atraviesa el país y denuncia sin ambages ni componendas la represión en ciertas zonas (los famosos “cateos” o inspecciones ilegales de las casas). Frente a ese panorama, el pastor debe anunciar sin ambages ni compromisos la Palabra de Dios. Al principio y al final de la homilía, Romero se refiere a la Virgen del Carmen, cuya fiesta celebraban. Se trata de dos referencias muy hermosas en las que habla de María que “bajo ese título del Carmen es la gran misionera popular”; se refiere “al cariño del pueblo, de la vida religiosa y sacerdotal a Nuestra Señora del Carmen”; y, casi como un suspiro que brota de un alma preocupada, proclama: “cómo no pensar en Ella cuando todo nuestro pueblo la mira con esperanza…”
Un año más tarde, en 1979, el Arzobispo de San Salvador trata en su homilía radiada el tema del profetismo, pero en diversas ocasiones menciona la fiesta del Carmen. Con palabras muy directas denuncia una devoción mariana hueca que consista solamente en llevar al cuello un escapulario de forma rutinaria; agradece su labor a los diversos grupos y congregaciones carmelitas de la Arquidiócesis; e invita a que esa devoción sea liberadora y semilla de evangelización, ya que María nos remite siempre a la buena noticia del Evangelio.
En definitiva, las tres homilías (de las que hemos destacado sólo el elemento carmelitano), son una muestra muy hermosa del talante profético y pastoral de Monseñor Romero. Son muchos los temas que se podrían estudiar de forma más detallada, incluso desde un análisis teológico de hondo calado, pero quisiera detenerme solamente en un aspecto que siempre me ha llamado mucho la atención y sobre el que espero poder profundizar algún día: la actitud de Romero ante la religiosidad y la piedad popular. Sin detenernos en las posibles conexiones con el documento de Aparecida y con el magisterio del Papa Francisco, creo que Romero muestra una actitud muy hermosa y muy pastoral. Por una parte (sin medias tintas), denuncia una piedad popular que se quede en lo sensiblero, en lo pasajero, en lo exterior, en lo folclórico, etc., como ya hiciera el Concilio Vaticano II: “la verdadera devoción no consiste ni en un sentimentalismo estéril y transitorio ni en una vana credulidad” (LG, 67). Si a ello unimos otros problemas como el sincretismo religioso, la superstición, las desviaciones doctrinales y morales, etc., llegamos a la conclusión de que se hace necesario purificar o, quizás mejor, evangelizar la religiosidad popular. Pero, al mismo tiempo, Romero reconoce con gozo que también la piedad popular nos evangeliza y que con ella el pueblo muestra a veces de forma sencilla (como en el caso del escapulario) las grandes verdades y esperanzas de nuestra fe. Y, lo que es más importante, como buen pastor, Romero se da cuenta de que esa piedad popular no debe ser despreciada o ignorada, sino bien utilizada como plataforma de evangelización y de humanización.
Por ello, en julio de 1977, afirma nuestro Monseñor: “No hay predicadora más atrayente que la Virgen del Carmen en medio de nuestro pueblo”. Y un año más tarde señala: “Hoy 16 de Julio, nuestro pueblo siente que María, bajo ese título del Carmen, es la gran misionera popular”… ¡Ojalá que los Carmelitas sepamos imitar ese estilo pastoral, popular, sencillo, profético!
He visitado en varias ocasiones El Salvador. Hace unos años tuve la suerte de celebrar la eucaristía ante la tumba de Monseñor Romero. Era el día de los difuntos. No pude por menos que referirme a la imagen tan popular de la Virgen del Carmen que, con el escapulario, rescata a las almas del purgatorio. Me vino a la mente la sabia homilía de Romero. Que él, desde el cielo, nos ayude a los que nos honramos con el título de carmelitas a seguir liberando a nuestros hermanos de tantos purgatorios y a ayudarles a dirigir sus vidas hacia la plena salvación de la que hablaba Romero.
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Como Carmelitas, Vivimos nuestra vida en obsequio de Jesucristo y servirle fielmente con corazón puro y buena conciencia a través de un comprometiéndose en la búsqueda del rostro del Dios vivo (dimensión contemplativa de la vida), en la oración, en la fraternidad y en el servicio (diakonía) en medio del pueblo. Estos tres elementos fundamentales del carisma no son valores aislados o inconexos, sino que están estrechamente ligados entre sí.
Todo esto lo vivimos bajo la protección, la inspiración y la guía de María, la Virgen del Carmen, a la que honramos como “nuestra Madre y hermana”.